Nos preparamos para la guerra, y sabiendo que jamás volvería a verte, escribí aquel poema que guardé celosamente en mi caja de madera.
No podía decirte lo que aquel papel decía.
Era una tarde fría de abril, y todo lo que conocíamos desaparecería. Vos lo sabías, y yo también, y supe que sería la última vez que nos veríamos. Tu mirada así lo indicaba: tristeza y melancolía en el azul de tus ojos. Creo que no queríamos terminar así.
Me habían asignado un puesto bien resguardado, y vos tuviste que pelear contra aquellos desconocidos que llamábamos enemigos. O eso es lo que vos creíste por parte de los jefes; pero no podía concebirlos como los llamaban. Sé que algo andaba mal.
Me habían ordenado acomodar papeles en aquella oficina, y tu tropa había arribado a las costas a enfrentarse con ellos.
Una gota de sangre cayó en el papel llamado Biércol: no había percibido que mi nariz comenzó a sangrar, y sin terminar de tomar conciencia sobre ello, llamaron. Tu tropa había caído, y tu cuerpo jamás fue hallado.
Renuncié. Quemé el poema y me oculté.