En mis instancias de orador en las afueras de la ciudad, brevemente me encontré y fasciné por la belleza de aquel acantilado. Era verdoso, y bajo la luna llena podía verse aquel brillo del agua corriendo. Lo consideraba el lugar perfecto para pensar.
Fui constantemente allí a desflorar mis sentimientos; deseando escenarios y triunfos, pero también maldiciendo mis penurias. Ese lugar era mi calma y mi tormento, ¿o yo lo era?
Una noche, pensé que estaba solo, sin embargo me sorprendió escuchar una voz femenina que le rezaba a aquel acantilado, y vi que era una joven de rodillas. Me sorprendió, estaba vestida de un vestido holgado, de color blanco mármol, con una corona blanca entre sus cabellos. Intenté llamar su atención, pero noté que estaba con los ojos cerrados y orando con fuerte voz.
A medida que me acercaba, escuchaba mejor lo que decía: "llévame esta noche, oh, acantilado". Quedé confundido, ¿a qué se refería?
Cuando por fin llegué a ella, intenté tocar su hombro y simplemente se desvaneció.
¿Estaba alucinando?
Me senté donde ella estaba de rodillas y sentí aquel dolor.
Creo que me desmayé, porque sé que era otro día cuando por fin desperté.
No volví a aquel lugar. Hasta hoy.