-Te traje comida, come.-le dijo ella-.
Casi sin apetito, comió lo que pudo y le regresó el plato de aquella comida insípida.
Al rato, vino él y se quedó por unas horas. Le trajo un par de cuadernos, hojas blancas, acuarelas, lápices y lapiceras para su suministros.
Si Yeaq no hablaba, él no lo hacía. Si Yeaq no lloraba, él no la consolaba. Y cuando por fin se sentía mejor, él se iba.
Yeaq no sabía el nombre de ninguna de estas dos personas, solía simplemente estar en una habitación sombría, con esquinas descoloridas y una ventana tapada con maderas, a excepción de un pequeño hueco para ver el exterior.
Se recreaba escribiendo y pintando cuadros lúgubres. Cada tanto pasaba el tiempo mirando por aquel hueco de la ventana, donde a veces entraba luz. Y cada cierta cantidad de tiempo, aparecía alguna voz para hablarle que daba un poco de color a su hábitat, hasta que se iba.
Yeaq, cansada de esa vida, decidió escapar y a romper gradualmente aquel hueco, mientras lo tapaba con sus creaciones para que ellos no se den cuenta.
Sin embargo, ella se enteró y azotó a Yeaq, dejándole fuertes heridas; y él la curó como pudo, quien se percató que apenas podía ayudarle así y no a escapar. Él apoyaba a Yeaq, y quería que fuera feliz, pero ella era muy fuerte.
Yeaq escapó de alguna forma, gracias a la fuerza de él, quien quedó medio muerto; se lastimó con las espinas del camino lleno de matorrales, donde a veces se escondía de la inquisidora búsqueda de ella.
Pasó el tiempo, las hojas caían aún.
Nadie sabe qué pasó con Yeaq. Sus diarios se perdieron y su memoria le abandonó.